Valencia Opinión Revista - Noticias de la Comunidad Valenciana y sus pueblos

ORIGEN DE LAS FLECHAS DE CUPIDO

Manuel J. Ibáñez Ferriol

Hoy, el caprichoso destino, ha hecho que los hombres, en su mundana existencia vital, hayan creado una fecha concreta, para rememorar el AMOR, en sus más variadas expresiones. Uno de los representantes del mismo es CUPIDO. Vamos a conocerlo un poco mejor.

Cupido (llamado también Amor en la poesía latina) es, en la mitología romana, el dios del deseo amoroso. Según la versión más difundida, es hijo de Venus, la diosa del amor, la belleza y la fertilidad, y de Marte, el dios de la guerra. Se le representa generalmente como un niño alado, con los ojos vendados y armado de arco, flechas y aljaba. Su equivalente en la mitología griega es Eros. En el plano lingüístico, «Cupido» es una palabra latina emparentada con otras cuya etimología gira en torno al «deseo»: Los cupiditas, son los que practican las pasiones humanas, siendo su existencia formal similar a las palabras: deseo vehemente, apetito, ansia, pasión y por definición Cupidus, podríamos definirlo como: Deseoso, ansioso, apasionado, el que ama y desea con pasión. Como nombre propio, Cupido pasó sin variación del latín al español. Fue precisamente el nombre que el poeta Virgilio, en la Eneida, concedió a la divinidad que representaba el amor, el Eros. Existen varias versiones acerca del nacimiento de Cupido. Según Séneca, es hijo de Venus y de Vulcano. Para Cicerón, en el tercer libro de De natura deorum, eran distintos Cupido (que se identificaría con el Hímero griego), hijo de la Noche y del Erebo, y el Amor (cuyo equivalente griego sería Eros), hijo de Júpiter y de Venus. El primero, violento y caprichoso el segundo, suave y deleitoso. Sin embargo, la versión más extendida, según la cual Cupido es hijo de Venus (Afrodita) y de Marte (Ares), parece provenir de la fuente griega de Simónides de Ceos. De acuerdo a esta última versión, Cupido nació en Chipre, como su madre, quien tuvo que esconderle en los bosques y dejar que fuera amamantado por fieras que sólo con él eran piadosas. Venus no osaba tenerle consigo, temiendo el rigor de Júpiter, quien, previendo todo el mal que el niño haría al universo, pretendía fulminarlo al nacer. El Destino, sin embargo, permitió que Cupido se mantuviera a salvo. Se formó hermoso como su madre, y audaz como su padre, e incapaz de ser guiado por la razón, a la manera de sus selváticas nodrizas. En el bosque fabricó un arco con madera de fresno, y flechas de ciprés. Tiempo después, Venus le regaló arco y flechas de oro. Las flechas eran de dos especies: unas tenían punta de oro, para conceder el amor, mientras que otras la tenían de plomo, para sembrar el olvido y la ingratitud en los corazones. Además, se le concedió el poder de que ni los hombres ni los dioses, ni su propia madre ni aún su propio pecho fuesen inmunes a las heridas que produjeran sus flechas, como prueba el amor hacia Psique, al que él mismo se vio sometido. La nereida Tetis, el día de sus bodas con Peleo, obtuvo para Cupido el perdón de Júpiter, y la gracia de ser admitido entre los dioses patricios.

Miguel de Cervantes, en el Capítulo XX de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, pone estos versos descriptivos en boca de Cupido:

«Yo soy el dios poderoso

en el aire y en la tierra

y en el ancho mar undoso

y en cuanto el abismo encierra

en su báratro espantoso.

Nunca conocí qué es miedo

todo cuanto quiero puedo,

aunque quiera lo imposible,

y en todo lo que es posible

mando, quito, pongo y vedo.»

Venus se preocupaba porque su hijo no maduraba y no crecía, así que consultó con el Oráculo de Temis, que le dijo: «El amor no puede crecer sin pasión». Venus no entendió estas palabras hasta que nació su otro hijo, Anteros, que es el dios del amor correspondido y la pasión, o amor que corresponde al primero, y con el que Cupido no siempre está unido. Por eso se representa a Cupido como un niño con alas, para indicar que el amor suele pasar pronto, y con los ojos vendados para probar que el amor no ve el mérito o demérito de la persona a quien se dirige, ni sus defectos, mientras se fija en ella. Cupido además va armado con arco, aljaba y flechas, unas de oro para infundir amor, y otras de plomo para quitarlo. Cuando Anteros y Cupido andaban unidos, éste se transformaba en un joven hermoso, pero cuando se separaban volvía a ser un niño con los ojos vendados, un amor «travieso y ciego», como era representado.

Himeneo, dios del matrimonio, es, de acuerdo a una de las versiones de su nacimiento, hijo de Venus y de Baco, y por tanto, medio hermano de Cupido, a quien se le representa avivando la antorcha de Himeneo es decir que el Amor aviva la pasión del matrimonio. José Agustín Ibáñez de la Rentería, en sus Fábulas en verso castellano, narró así ésta leyenda:

En los poetas leo

que Cupido riñó con Himeneo:

Venus, que a sus dos hijos bien quería,

en paz siempre ponerlos pretendía

pero era empresa vana:

si paz tenían hoy, guerra mañana.

Al fin Venus cansada de quimeras

con harto sentimiento

en separarlos consintió de veras:

A los dioses dio cuenta de su intento,

que viendo de Himeneo la cordura,

y de Cupido la fatal locura,

al postrero en su ciego devaneo

a soledad perpetua condenaron,

y a la amistad sagrada destinaron

para fiel compañera de Himeneo.

Serla la representación de Cupido y Ninfea, la que nos narre una auténtica historia de enamorados. Dice así: "Irritado de los desprecios de la diosa Diana, Cupido tomó un día sus flechas, montó su arco, cogió una de ellas y la apuntó al corazón de Diana. La flecha voló a su blanco, pero no hirió a Diana, quien en un rápido movimiento logró esquivarla. Sin embargo, la flecha atravesó el seno de Ninfea, una de las ninfas de Diana. Ninfea quedó así enamorada, y su corazón experimentó lo que nunca antes había sentido un ardor desconocido la consumía. Se debatió entonces entre un deseo ciego y el pudor. Maldijo las leyes austeras, y amargamente se quejó del yugo que le imponía la necesidad. Trató dentro de sí de arrancar la flecha, pero no pudo. Lanzando gemidos y quejas se lanzó a los bosques. «¡Oh, pudor! -exclamó- tú, el más precioso y más bello adorno de una ninfa sagrada si mi espíritu es culpable para contigo de un sentimiento vivo que te ofende, mi cuerpo todavía está inocente que sea suficiente esta víctima para tu cólera excelsa que esta pura onda me lave de un crimen que concebí para mi pena, y que mi voluntad con horror detesta.» Así dijo, y levantando al cielo sus ojos, anegados de lágrimas, se precipitó a las aguas. Sus compañeras mientras tanto la buscaban. Las dríades finalmente la encontraron. Diana deploró el horrible destino de Ninfea, pero no permitió que su cuerpo se sumergiera. Sobre las ondas del agua, lo hizo flotar, y lo convirtió en la flor que lleva por nombre nenúfar, de una blancura brillante, con un tallo majestuoso de anchas hojas verdes. Desde entonces, las aguas que rodean al nenúfar son tranquilas y calmas. Quiso Diana que, puesto que Ninfea había calmado los fuegos de la pasión del hijo de Venus en el frío elemento del agua, así mismo el nenúfar tuviera la propiedad de calmar, y de embotar los sentidos para no entregarse a los ardores de la voluptuosidad. Desde ese tiempo, las ninfas no temen ya a las flechas de Cupido, pues el humilde nenúfar las protege y les sirve como antídoto a los ataques del Amor.

Como uno de los iconos del amor, Cupido ha sobrevivido a la antigua mitología para pasar a ser parte del imaginario colectivo contemporáneo. Precisamente, uno de los símbolos del día de San Valentín, junto al corazón, el color rojo o los bombones, es el niño alado, que ya no suele representarse desnudo, como en la antigüedad, sino con pañales. Incluso se le ha tomado como un ángel, a la manera cristiana.

El nombre de esta divinidad, ha pasado como sustantivo común al español para referirse a un hombre enamoradizo y galanteador, así como a la representación de los niños alados armados con arco y flechas, también llamados «amorcillos». También se le conoce como el dios de la vida. La flecha de Cupido también posee orígenes grecolatinos, y su influencia se hizo notar claramente en la poesía española desde la época medieval, aun sin la aparición del dios Amor. Bajo múltiples nombres (vira, asta, flecha, saeta, tiros, arpón, dardo, espina...), aparece en la literatura medieval, renacentista y posrenacentista con un sentido amoroso que se repite indefinidamente con pocos matices diferentes y mucha retórica.

De manera temprana en la literatura española, Cupido es mencionado por Alfonso X de Castilla, llamado El sabio: «Porque te ruego yo por el alma de to padre e por las armas de Cupido, to ermano, e por los omnes buenos que andan conmigo fuyendo por las tierras, e por los dios de Troya de quien tú tras las reliquias.»

El tema de la flecha alcanza un plano más elevado, teñido de toques conceptuales nuevos con dimensión trascendente y expresión paradójica, cuando se desarrolla en versiones a lo divino. De éstas, es significativa la narración de Santa Teresa de Jesús en un pasaje del Libro de su vida, en el que cuenta su transverberación en presencia de un Serafín:

«Rápido, hermoso, celestial Cupido,

en la hoguera del Sol la hacha encendiendo,

de dardo breve en oro armó bruñido

la asta, plumas de llama sacudiendo:

dejaba el golpe el corazón herido,

y repetía el golpe, pretendiendo

de codicioso el serafín gallardo

tirarlo para sí, al sacar el dardo.»

En literatura española son múltiples y recurrentes las apariciones de Cupido como personaje destacado y como representación alegórica del Amor. Un ejemplo es el Epigrama CXLVI de León de Arroyal:

Traspasar mi empedernido

corazón con tus harpones

intentas, rapaz Cupido:

Si me tiraras doblones,

ya lo hubieras conseguido.

Así Cupido y sus flechas, han hecho del AMOR, su baza más representativa. Y claro está en un día como el de hoy, no podíamos dejarlo de lado.


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